sábado, 7 de noviembre de 2009

Violet

La tienda se vaciaba de humanos por la noche. Solía haber poca luz, hasta que los cochecitos encendían sus pequeños faros y se prendían las lámparas de las casas en miniatura. No solía escucharse el más mínimo ruido tampoco, hasta que las bocinas estallaban, las muñecas comenzaban a cantar, las marionetas bailaban y los juguetes a cuerda decidían que ya era hora de dar un paseo por su cuenta.

La noche, en general, era maravillosa para todos. Era el momento de diversión, esa chispa de libertad que debe hacernos crepitar cada cierto tiempo. Sin embargo, aquella noche había alguien que no era feliz en la juguetería de la esquina.

Se llamaba Violet. Violet Havok. Era un nuevo modelo del dueño de la tienda, el señor Derevko, un inmigrante ruso que conocía mejor que nadie el arte de crear juguetes y lo practicaba en aquel local desde hacía más de treinta años. Había creado a Violet hacía varios días, pero todavía no había conseguido detallar lo suficiente su sonrisa.

Violet necesitaba una, todas las muñecas la tenían. Era cuestión de encontrarla, el señor Derevko lo sabía. La comisura de los labios de Violet rozaba la perfección, excepto por una cosa: las niñas no buscaban muñecas serias, sino alegres; y el anciano no quería vender juguetes que no llevaran en la caja un poco de ilusión.

Así, Violet decidió resignarse a una nueva noche de llantos en su pequeño rincón del cuarto estante de la estantería del fondo. Una nueva noche de temor a no conocer nunca a los demás habitantes de la tienda y de envidia por no poder ser como ellos.

Y es que, realmente, Violet no era como ellos. Violet era distinta, y no porque nos empeñemos en ello, sino porque había sido humana. Tal vez aquello era lo que le impedía mostrarle su sonrisa al señor Derevko: añoraba su forma humana y no comprendía cómo había llegado a ser aquella muñeca de porcelana con tirabuzones rojos y vestido malva de cuadros. Sencillamente, no le entraba en la cabeza. Días atrás, Violet era una niña más en la escuela. Era de las primeras de su grupo y sabía exactamente a qué quería dedicarse cuando creciera. Ella no sería una madre más, como todas sus amigas, no se dejaría entrenar para serlo. Violet sería institutriz, o, incluso, profesora en una escuela importante. Profesora de literatura, sí: eso sería. O eso habría sido.

¡Pero no había forma de conseguir salir de aquel cuerpo! Violet se sentía pesada, sumamente pesada, y al mismo tiempo tan frágil como una diminuta bailarina de cristal.

A pesar de llevar poco tiempo en la tienda, ya echaba en falta a alguien. Se trataba de la señora Derevko, que había enfermado y no podía venir a traer aquellos pequeños y adorables trajecitos que traía siempre. Ya no cantaba al coser en la trastienda, ni atendía gentilmente a las madres que buscaban juguetes con sus hijos, ni a los niños que querían canicas, ni a los hombres trajeados que aparecían de cuando en cuando y se llevaban seis muñecas de una vez. Ahora sólo quedaba el ruido incesante de la sierra del señor Derevko, las lijas y otras herramientas con las que traería más matrioskas para el estante de abajo.

Violet posó sus ojos de cristal en un caballito que se balanceaba y trató con todas sus fuerzas de sonreír. Seguía sin conseguirlo. Si no sonreía, jamás la llevarían a ninguna casa. No podría ver crecer a los niños de verdad y enseñarles cosas que había aprendido siendo humana. Entonces escuchó un ruido.

Una matrioska acababa de abrirse en el otro extremo del estante, y de ella salió otra, y de esta otra más, y así hasta que Violet pudo alargar su bracito y tocar a la más pequeña de ellas. Todas estaban serias, pero en sus boquitas redondas se intuía la sombra de lo que podría ser una sonrisa.

- ¿Eres nueva? – preguntó una de ellas.

Violet asintió. No quería hablar con su voz de muñeca.

- Creo que está triste – susurró otra, seguramente a la de detrás.

- No estoy triste – refunfuñó Violet –. Estoy enfadada. No quiero ser una muñeca.

Las matrioskas pusieron cara de sorpresa. Violet quiso sonreír, jamás habría esperado aquella cara de una serie de muñecas de madera ordenadas y completamente quietas.

- Yo antes era una niña. Ahora estoy aquí y no sé cómo decírselo al señor Derevko.

La más pequeña de todas aquellas muñecas se dio la vuelta para que la de detrás se abriera, y cuando lo hizo de metió dentro de ella. Una tras otra, todas se recogieron. Cuando la más grande las contuvo todas, se alejó de Violet todo lo que el estante le permitía.

Violet no comprendía por qué se habían ido de pronto. Pero tampoco las necesitaba para hacer amigos allí, ¿no? Sólo tenía que moverse un poco. Se levantó con la torpeza de un bebé que comienza a dar sus primeros pasos, sintiéndose tan pesada y tan frágil como hacía unos instantes, y cuando quiso mantenerse de pie reparó en que la habían fabricado para ser una muñeca sentada. Iba a caer, irremediablemente, de espaldas. Y el hecho de que hubiera girado sobre sí misma no ayudaba: caería al suelo. Violet se despidió mentalmente de sus padres, de su hermano y de su nueva vida como muñeca.

Ya caía en picado cuando unos brazos de madera la sujetaron, alejándola de la estantería y del suelo.

- Tienes que tener cuidado – le advirtió una voz alegre en el oído –. Si no llegamos a estar cerca…

- ¿Quién eres?

- Me llaman Arlequín. Yo también fui un niño hace tiempo. Soy la marioneta más vieja de la tienda, ni siquiera estoy a la venta. Pero no te preocupes por nada ahora. Disfruta de la vista.

Violet abrió los ojos tanto como pudo, descubriendo que el aire no le molestaba. Su peluca cobriza era una estela brillante en el cielo de la tienda. Extendió los brazos en cruz, volando como un pájaro, intentando no preguntarse cómo Arlequín estaba consiguiendo aquello.

Pocas vueltas después, Violet reposaba sobre el mostrador, junto a la caja registradora. Arlequín la había soltado para ir a descolgarse de la lámpara: aquel era su truco.

- Tienes una sonrisa maravillosa – declaró la marioneta, volviendo con ella. Sus largas piernas de madera,  con la pintura algo desconchada, colgaban y describían formas en el vacío. Allá abajo se había formado un gran atasco entre coches de latón y carruajes de caballos.

- No es cierto. No tengo sonrisa.

- ¡Sí que la tienes! Estás sonriendo ahora mismo.

Arlequín señaló el espejo que había en la pared de enfrente, junto al que colgaban decenas de máscaras, Violet se miró. ¡Tenía una sonrisa! Y ni siquiera había sido necesario que el señor Derevko se la dibujara. Era pequeñita, ligeramente curvada hacia arriba, discreta. Pero ahí estaba.

De repente no importaba que fuera una muñeca. Ahora tenía una nueva vida entre carruseles y casitas de madera, cajas de música, máscaras y balancines. Y tenía un amigo con el que volaba colgando de una lámpara… ¿qué más podía pedir?

Para Violet Havok. Que nada borre tu sonrisa.

4 comentarios:

  1. Violet dice que muchas gracias por su cuento,por animarla y por estar ahí cuando te necesita.

    Eres un cielo.Un día de estos te comeré.

    ResponderEliminar
  2. :) Violet... como mi keka
    Gran cuento
    Y gran señorita pusilánime

    ResponderEliminar
  3. (L) A las dos.

    Pusilánime, no podrás comerme si antes te como yo a ti!!!!
    =) A Evi nos la comemos entre las dos, a que si?

    ResponderEliminar
  4. Deseo que tu sonrisa sea el mejor regalo y que la mezcla de sueños y realidades te muestren la felicidad, la cual deberá ser la constante en tu nueva vida.

    ResponderEliminar