viernes, 28 de agosto de 2009

Vértigo

Tras escuchar un sencillo “Hola”, la chica que había marcado el número de teléfono suspiró. Tenía esa sensación en el estómago, esa que nunca había conseguido describir correctamente, parecida al vértigo, pero siempre acompañada de una sonrisa.
- Otra vez aquí, queriendo partirme la cara por estar haciendo algo que no debo – comenzó su breve discurso -. Lo más gracioso es que no me arrepiento de veras, ¿sabes? Lo único que me apetece es hablar contigo. Me gusta hablar contigo.
- Lo sé. Pero no puedo estar aquí siempre.
- No hace falta que me lo recuerdes. Demasiado mal lo paso cuando quiero saber de ti y no puedo, o cuando sé… o intuyo, mejor dicho, que estás triste. Me siento impotente.
Silencio al otro lado de la línea.
- Bueno… - continuó la chica -. Perdona, no quiero incomodarte. ¿Cómo estás?
- Triste.
-Tú quieres matarme a disgustos, ¿verdad? - un ligero respingo. ¿Qué significaba aquello? – Venga, cuéntame.
Iba a ser inútil, completamente inútil… no soltaría prenda.
- Asuntos míos.
Sí, exacto… eran asuntos suyos. La chica se dio cuenta de que no era quién para pretender que se los contara. Pero cómo dolía no serlo… eso era peor.
- ¿Sabes que los psicópatas no sienten empatía? – preguntó, de pronto, hallando la solución a su problema.
- Ni remordimiento.
- Exacto. Quiero ser una psicópata.
- Creo que con decir eso ya estás bastante cerca… - desde el otro lado le llegó una risa muy breve, muy enlatada, pero saber que había hecho que sonriera era bastante.
- Lo he pensado un par de veces. En serio, los psicópatas son peligrosos para todos, ¿no? Pero no para sí mismos. Por tanto, ser un psicópata es una opción muy interesante.
- ¿Y por qué querrías tú librarte de lo que sientes?
Oh, vaya. Golpe bajo… no tenía que haber sacado el tema.
- Porque lo que siento es inservible, no da frutos, no importa ni tiene que afectarme. Si pudiera librarme de…
- Estarías vacía.
- Puede. Pero no habría…
- ¿No habría qué?
- No habría dolor. Y el estar vacía es relativo, porque si estás llena de vacío, al fin y al cabo, estás llena.
- Empiezas a darme miedo.
- Déjalo.
- A mí tampoco me gusta esta situación. No me gusta saber que te puedo hacer daño, que eres tan frágil respecto a mí. Pero tampoco puedo atarme de pies y manos para evitarlo.
- Ni yo quiero que lo hagas. Sólo quiero… - hizo una breve pausa. Quería que sonriera de felicidad, y mejor aún, sentir su sonrisa en sus labios. De nuevo apareció la sensación de vértigo, esta vez acompañada con una lágrima. Iba a volver a hablar, pero sólo pudo emitir un ruidito ahogado.

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Cuando lo más gratificante es el vértigo, comienzas a plantearte qué es lo que falla. Y entonces comprendes que hace mucho que debiste planteártelo...

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Nota: espero no subir nada más de amor en un tiempo ¬¬

lunes, 17 de agosto de 2009

Enjambre

Sin darse cuenta, llevan ya callados casi diez minutos. A oscuras, excepto por el fuego. Las llamas son lo único que ven y que escuchan. Hasta que uno de los dos habla, él.

- Me alegro de que hayamos venido.

Ella asiente.

- Hacía mucho tiempo que no estábamos así, ¿eh?

- Así, ¿cómo?

- Así de bien. Se esta tan a gusto aquí, delante de la chimenea...

- Ah, sí. Se está bien, sí – dice ella, sin mucho entusiasmo.

- ¿Quieres más vino?

- No, gracias.

- Vale – concluye él. Al cabo de unos minutos continúa- ¿Te pasa algo?

- ¿A mí? No. ¿Qué me va a pasar?

- No lo sé. Tú sabrás.

Ella se encoge de hombros. Él gira la cabeza para poder verla, pero ella no le mira.

Quedan en silencio ambos de nuevo. Sólo se escucha el fuego, las llamas bailando, silbando, el crujido suave de la madera al quebrarse. Ese ruido es el único que los envuelve por completo todavía a ambos, como antes. De pronto ella se echa hacia atrás. Parece dormida, pero no lo está. Al momento vuelve a levantar la cabeza, se siente incómoda. El zumbido de las llamas parece un enjambre de abejas que se acerca y se aleja de la casa, a pesar de que la lumbre no es muy grande. Uno de los troncos se ha oscurecido casi totalmente, sólo queda un extremo que cae fuera del hogar. La llama más grande lo va recorriendo lentamente, lo debilita, se alimenta de él, engañándolo con su calidez. Los demás troncos, grises, aún no se han desecho y en sus restos todavía puede verse la forma que tuvieron. Mientras tanto, el enjambre no deja de zumbar, crujen los pedazos de madera, como flores que se quejan cuando las abejas se llevan su néctar.

En ese momento, o en otro cualquiera, el tronco que se ha oscurecido se rompe. Unas pocas ascuas casi apagadas caen fuera de la chimenea, ya no quedan llamas, ya no hay abejas, se han ido a buscar más flores. Ha amanecido y el sol se filtra por los cristales y atraviesa las cortinas del salón. Las brasas de la chimenea brillan, naranjas, aún encendidas, pero no hay resplandores azules y amarillos como antes. Ella tampoco está. Él la busca con la mirada desde la ventana, no la ve. Se gira de nuevo en busca del consuelo que le produce el calor de la chimenea, y entonces se da cuenta. Ella se ha ido a buscar néctar con las abejas.


***12/ abril/ 2007

Fracaso





Fracaso es lo que sé que vendrá cuando me atreva a confesar. Es esa mirada de incredulidad que adivino en tus ojos, esas cejas fruncidas, esa expresión medio descompuesta. Es un miedo que se aproxima y me susurra que nunca tendré valor, que nunca te tendré. Me arrastra con él antes de su propia existencia, me mece en sus brazos cubiertos de sábanas roídas y me acuna.

Incluso me parece agradable la sensación de fracaso una vez que consigo asumirla. Al fin y al cabo, ¿qué esperaba? Un sí, yo también te quiero, un beso y después… ¿después? ¿Qué, felicidad absoluta? Sabiendo que me espera el fracaso no tengo nada que perder. Y menos ahora que el fracaso es mi amigo, ¿no? Porque lo es, tiene que serlo. Y me dejará contenta y satisfecha el haber fracasado porque mi parte ya estará hecha. Si no salió bien, fue culpa tuya por esa incredulidad, por ese fruncir las cejas y por esa expresión que se descomponía. Yo lloraré, no creo que tú lo hagas, pero yo lloraré y mis lágrimas harán pequeños ríos en mi cara. Te mirarán burlonas, brillantes, querrán hacerte sentir mal por hacerlas salir. Y sólo cuando se den cuenta de que ahora son ellas quienes te dañan,acudiré en tu ayuda y te limpiaré todo el dolor de la cara. Mentiré por ti, de nuevo, me mentiré a mí misma y sonreiré ingenua creyendo que hemos salido triunfantes de la situación. Te rodearé con mis brazos, meciéndote suavemente como cuando el fracaso lo hizo conmigo. Seré absurdamente feliz durante unos instantes, sabiendo que me has hecho daño y que de algún modo te lo he hecho yo también a ti, y que ahora sólo estoy yo para reconfortarte, lo cual al mismo tiempo me hará sentirme cruel y despreciable. Pero tú me verás sonreír, pensarás que ya se me ha pasado y las aguas volverán a su cauce… mientras yo me hundo en ellas poco a poco.

Sí, fracasaré, pero me llevaré a cambio una de tus sonrisas.

***12/junio/2009

viernes, 14 de agosto de 2009

Sweet Sacrifice

Estaba seguro de que en algún momento la vería pasar. Tenía que disculparse de algún modo, y la opción elegida finalmente había sido la disculpa en persona, a algunos grados bajo cero y a punto de llover, en la salida del metro.

Comenzó a subir gente por la escalera mecánica. Ella subiría entre aquellas personas, lo sabía. Tenía que hacerlo.

Pero no lo hizo. Ni esa, ni las cuatro o cinco veces que subieron grupos de personas de los túneles del metro. Y él… con las manos en los bolsillos, el pelo revuelto por el aire y la nariz goteando por culpa de un resfriado muy bien cogido, se hartó de esperar.

Cruzó el primer paso de peatones, luego el segundo, luego el tercero. Sin volver la vista atrás. Total, si ella salía del metro, ya no la vería. Y si no salía, no se perdía nada. Tal vez habría sido mejor no ir a buscarla… puesto que ni siquiera sabía dónde hacerlo. La idea del metro había sido tan absurda que le había parecido la más lógica del mundo. Aunque realmente la más lógica era ir a buscarla a su casa, esperarla en la puerta y decirle por qué estaba allí.

Fue entonces cuando todo cobró sentido. No estaba viviendo en una película, ni en una serie de televisión. No. Estaba viviendo en un cuento. Y si en las películas y series todo puede hacerse realidad, en los cuentos no va a ser menos.

De modo que volvió al metro, a casi media hora caminando desde su portal. Y se sentó a esperar de nuevo, sabiendo que ella podía haber salido en las oleadas de gente que él se había perdido por ser tonto y huir.

Si la magia existía, tenía que hacerle el maldito favor de traerla en el próximo tren, o en el siguiente… o en cualquiera de los que llegaran en las cuatro horas que faltaban hasta que la red de metro de Madrid cerrara aquella noche.

La pila del mp3 se le estaba acabando, sin música la espera sería aún peor. Y sin comida, y sin agua, que llevaba desde medio día sin probar bocado y ahí estaba. Por una vez, se arrepintió de no creer en Dios para pedirle que ella apareciera y pusiera fin a aquel tormento. O a aquella tormenta, que había empezado a llover con más fuerza y los truenos y relámpagos no le gustaban. Comenzó a sonar una de sus canciones favoritas, no importa cuál, pero al llegar al primer estribillo la pila se agotó. Tampoco importaba mucho… sólo tenía que distraerse con algo, con lo que fuera.

Si esto no fuera un cuento, cualquier tipo con esta extraña fijación nos parecería un loco. Si la magia existiera, él habría dejado de esperar hace tiempo… o con el último tren ella llegaría.

Misteriosamente, puesto que ya hemos dejado claro que la magia no existe, ella llegó en el último tren. Él se levantó, cubrió la distancia que los separaba y curvó los labios en una tímida sonrisa, esperando que ella comprendiera con tan sólo verlo que aquella tarde había sido un auténtico suplicio. Y, sin embargo, ella lo miró con un gesto de descarada extrañez, denegó con la cabeza y siguió andando, con su paraguas enorme y blanco destacando entre las luces naranjas de las farolas.

Él quiso sujetarla por el brazo para que esperara. Quiso gritar su nombre y verla girar a lo lejos, que su sonrisa hubiera servido de algo, que la espera hubiese tenido el más mínimo sentido; y también quiso otras cosas más fáciles de alcanzar como una manta, algo caliente que llevarse a la boca y su sofá.

Si nada de lo que había hecho le había dado fruto alguno, tendría que probar algo nuevo. Alguno de aquellos pequeños sacrificios que sólo él parecía entender. Tarde o temprano, ella se inmutaría.