viernes, 14 de agosto de 2009

Sweet Sacrifice

Estaba seguro de que en algún momento la vería pasar. Tenía que disculparse de algún modo, y la opción elegida finalmente había sido la disculpa en persona, a algunos grados bajo cero y a punto de llover, en la salida del metro.

Comenzó a subir gente por la escalera mecánica. Ella subiría entre aquellas personas, lo sabía. Tenía que hacerlo.

Pero no lo hizo. Ni esa, ni las cuatro o cinco veces que subieron grupos de personas de los túneles del metro. Y él… con las manos en los bolsillos, el pelo revuelto por el aire y la nariz goteando por culpa de un resfriado muy bien cogido, se hartó de esperar.

Cruzó el primer paso de peatones, luego el segundo, luego el tercero. Sin volver la vista atrás. Total, si ella salía del metro, ya no la vería. Y si no salía, no se perdía nada. Tal vez habría sido mejor no ir a buscarla… puesto que ni siquiera sabía dónde hacerlo. La idea del metro había sido tan absurda que le había parecido la más lógica del mundo. Aunque realmente la más lógica era ir a buscarla a su casa, esperarla en la puerta y decirle por qué estaba allí.

Fue entonces cuando todo cobró sentido. No estaba viviendo en una película, ni en una serie de televisión. No. Estaba viviendo en un cuento. Y si en las películas y series todo puede hacerse realidad, en los cuentos no va a ser menos.

De modo que volvió al metro, a casi media hora caminando desde su portal. Y se sentó a esperar de nuevo, sabiendo que ella podía haber salido en las oleadas de gente que él se había perdido por ser tonto y huir.

Si la magia existía, tenía que hacerle el maldito favor de traerla en el próximo tren, o en el siguiente… o en cualquiera de los que llegaran en las cuatro horas que faltaban hasta que la red de metro de Madrid cerrara aquella noche.

La pila del mp3 se le estaba acabando, sin música la espera sería aún peor. Y sin comida, y sin agua, que llevaba desde medio día sin probar bocado y ahí estaba. Por una vez, se arrepintió de no creer en Dios para pedirle que ella apareciera y pusiera fin a aquel tormento. O a aquella tormenta, que había empezado a llover con más fuerza y los truenos y relámpagos no le gustaban. Comenzó a sonar una de sus canciones favoritas, no importa cuál, pero al llegar al primer estribillo la pila se agotó. Tampoco importaba mucho… sólo tenía que distraerse con algo, con lo que fuera.

Si esto no fuera un cuento, cualquier tipo con esta extraña fijación nos parecería un loco. Si la magia existiera, él habría dejado de esperar hace tiempo… o con el último tren ella llegaría.

Misteriosamente, puesto que ya hemos dejado claro que la magia no existe, ella llegó en el último tren. Él se levantó, cubrió la distancia que los separaba y curvó los labios en una tímida sonrisa, esperando que ella comprendiera con tan sólo verlo que aquella tarde había sido un auténtico suplicio. Y, sin embargo, ella lo miró con un gesto de descarada extrañez, denegó con la cabeza y siguió andando, con su paraguas enorme y blanco destacando entre las luces naranjas de las farolas.

Él quiso sujetarla por el brazo para que esperara. Quiso gritar su nombre y verla girar a lo lejos, que su sonrisa hubiera servido de algo, que la espera hubiese tenido el más mínimo sentido; y también quiso otras cosas más fáciles de alcanzar como una manta, algo caliente que llevarse a la boca y su sofá.

Si nada de lo que había hecho le había dado fruto alguno, tendría que probar algo nuevo. Alguno de aquellos pequeños sacrificios que sólo él parecía entender. Tarde o temprano, ella se inmutaría.

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